El compositor Cherubini con la musa de la poesía lírica
Jean Dominique Ingres
Último Agosto
Don Narciso frisa por los ochenta, pero bien llevados y en buena forma. Aún es ágil y con cierto vigor. Con amigos y parientes acordaron celebrar el deceso y la ida del temible agosto, tal como ocurrió el año anterior. Pidió juntarse en su casa al anochecer para partir desde allí en grupo al establecimiento. La de hoy es reunión muy importante, toda vez que se acordó formar un club cuyo estatuto y rótulo se va a fijar en esta oportunidad.
Su esposa, muy diligente ella, como buena dueña de casa, lo ayuda en su preparación. Asea, cepilla y plancha su atuendo, el viejo terno azul marino oscuro a rayas blancas. Su fiel traje que lo acompañaba en los magnos acontecimientos. Familiares habíanle insinuado la necesidad de hacer cambios en su vestuario, acorde a los tiempos. Él se oponía y perseveraba en su gastado traje, que luce orgulloso. A lo mejor esa manía de adulto en edad senil lo hace proceder de esa forma.
Lo cierto es de don Narciso siente como que la vida le pesa demasiado. Hoy, su mirada hacia los demás y de ver las cosas es distinta. Decide descansar un poco y se arrellana en su sillón predilecto. Cierra los ojos y deja vagar la mente. El letargo se apodera de él y se abandona al dulce y apacible sueño.
Sus amigos y socios que han llegado y cuyos vehículos esperan ansiosos prestos a partir, se congregan en una sala contigua en animada charla. De pronto un grito, un alarido de espanto rasga el aire y traspasa los muros como un dardo. Se precipitan al unísono al lugar del clamor. Allí yace la esposa sobre el cuerpo de don Narciso, ahogada en ronco sollozo. Tan fuertemente adherida está que en los primeros instantes no pueden sacarla. Luego, con ayuda de familiares, los presentes, no sin esfuerzo, la retiran al fin del cadáver.
Afuera, en la calle, los choferes tocan las bocinas apurando a los comensales.
Niño caminando por la calle
después de la lluvia
Día húmedo y frío. Corría un airecillo que cortaba la cara. Ni trazas que pudiera llover. Sin embargo, ya en medio del bulevard, se dejó caer el chaparrón con toda su furia. El cruel invierno suele sorprendernos y desconectarnos a la vez. Próximos a una marquesina, me refugié a su alero. El techo de cristal fue azotado violentamente por los goterones, gimiendo al fuego graneado. Todo indicaba que iba para rato. Los transeúntes esparcíanse por doquier, huyendo como acosados por alguien, para escapar de la lluvia. Sin embargo, poco a poco, fue disminuyendo y luego cesó totalmente. No sé porqué razón permanecí un tiempo más en el lugar. Eché mano a un cigarrillo y mientras fumaba displicentemente me dediqué a observar a la multitud. Prontamente la caterva, ese torbellino humano, de nuevo salía de sus cientos de escondrijos. Vendedores ambulantes, artistas callejeros, voceadores de noticias; retomaron sus respectivos puestos. De nuevo se había arremolinado gente alrededor del saltimbanqui.
Estaba a punto de marchar cuando lo vi. Al momento me llamó la atención por su cuerpecito enclenque y flacuchento, seguramente mal alimentado. Apenas si estaba cubierto por una vestimenta, más grande que su talla, pues todo el conjunto flotaba en él. Era un niño caminando por la calle después de la lluvia, tambaleante, con su ropa empapada. Seguramente que el aguacero lo sorprendió en algún espacio abierto donde no pudo guarecerse oportunamente. La escena me chocó profundamente. No cabe duda que es un niño abandonado, de los cientos que merodean por las calles. No obstante, el pequeño, como todos los niños de su edad, ingenuamente e ignorante de su situación, chapoteaba en las pozas que se habían formado, sin importarle que pudiera caer de nuevo la lluvia. No sabe en la indefensión en que se halla y los peligros que le acechan en cada esquina o en algún rincón de la gran ciudad.
Después, sigue su caminar errante por el bulevard, siempre con la mirada baja y sombría que refleja un porvenir incierto, el niño vagabundo escabullíase entre el gentío y, finalmente, no fue sino un simple detalle, un accidente más en la descolorida y gris masa humana que circulaba indiferente.
Las joyas de la señora Ernestina
El “Rucio” revisa el obituario y va registrando cuidadosamente los datos. De este modo llega a la cita funeraria. Sus pasos lo encaminan hasta la casa de doña Ernestina Sotomayor, en cuyo domicilio velan sus restos. Después de entregar las condolencias de rigor, se escabulle disimuladamente y recorre las dependencias, atento a todo lo de valor. En su inspección, escucha una conversación en otra pieza. Pone oído atento. Una voz dice: “No queda otra cosa que cumplir con la decisión póstuma de la difunta. Debe ser sepultada con sus joyas”. “No obstante _ agregó otra voz_ que, a pesar de su avanzada edad, doña Ernestina no previó para cuándo su muerte. Razón por la que deberá ser inhumada transitoriamente en sepultura de tierra”. La imaginación y el oportunismo despertaron la ambición del “Rucio”. Acelerados bullían en su cabeza una serie de acontecimientos, en los que iba a ser primer protagonista. La divina suerte, al fin, lo había tocado. Que se da una vez en la vida y esta es la suya.
A la siguiente noche, conforme a su plan y acompañado del “Laucha”, ingresaron por un boquete que hay en el muro del cementerio, oculto en forma natural por la profusión del follaje en el sitio colindante. Primero lo hizo el “Rucio”, con decisión y resuelto a todo. Lo siguió el “Laucha”, vacilante y temeroso. No es para menos, pues sufre de fobia en el campo santo. Sin embargo la expectativa del dinero fácil y rápido, terminó cediendo a los requerimientos de su compinche.
Caminaron agazapados en la oscuridad. Tras un rato buscando, al fin encuentran la tumba. El “Rucio”, previsor, echó en un bolso un par de palas y una linterna. En forma frenética empiezan a cavar la tierra húmeda. Faltando una hora para el amanecer, tocaron madera. El “Rucio” emocionado palpó el féretro. ¡Al fin el tesoro, su tesoro! ¡Con sólo levantar la tapa será de ellos definitivamente! El “Laucha”, nervioso e impaciente, se acercó, pero no pudo hacer funcionar la linterna. Por fin cuando proyectó luz, un grito de espanto salió de su garganta. Saltó hacia atrás, cual si lo arrastrara un resorte, cayendo exánime a un costado. El “Rucio”, transfigurado de miedo, reunió el poco valor que le quedaba y, poco a poco, con cautela se aproximó al cajón. Lo que descubrió allí fue un montón de huesos momificados, cuya calavera parecía mirar desconcertada a través de dos agujeros negros. Del cadáver de la señora Ernestina y de sus joyas nunca más se supo. Lleno de frustración y pavor ganó la superficie y emprendió la fuga.
Las avecillas iniciaban su gorjeo anunciando el alba.
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