miércoles, 28 de marzo de 2007

Magda Porras



Madame Charpentier y sus hijas y Georgette
Renoir


Recordando a Melania

Éramos un grupo de siete niñas campesinas. Teníamos que estar puntualmente los días sábado a las tres de la tarde en la casona blanca de pilares rojos, tinajas de greda, de doña Melania, distinguida dama dueña del fundo Las Perdices, del pueblo de Guaicuten.

Ella nos preparaba para hacer la primera comunión ya que era una santa devota de la iglesia, alta, delgada, de cabellos muy blancos, sedosos y de ojos celestes. A pesar de tener muchas líneas cerca de ellos, se veía muy atractiva para sus setenta y cinco años. Siempre muy perfumada con colonia lavanda y su cara encremada con productos Harem que eran una de las mejores marcas de esa época. Nos besaba dejándonos la cara totalmente engrasada y nos hacía pasar al salón con olor a membrillo y a naranjas. A mí me gustaba correr las cortinas azules de terciopelo con flecos amarillos para que entrara la luz, y las tocaba una y otra vez, porque eran de una suavidad impresionante, me las colocaba en un de mis hombros simulando un vestido de fiesta, cantaba, hacía contorsiones levantando los brazos y les decía a las otras chicas que yo era una artista famosa, ellas se morían de la risa, pero la alegría duraba poco, porque la tía Melania con un solo grito de ¡cállense! nos dejaba mudas e inmediatamente nos repasaba el catecismo y los diez mandamientos que teníamos que aprenderlos en voz muy alta. Las clases duraban dos horas y muchas nos dormíamos, roncábamos en las cómodas sillas tapizadas de brocato. Ella nos despertaba con un suave tirón de mechas, con su voz estridente que parecía retumbar por todos los cielos de la casa y nos decía ¡Basta por hoy, caminen hacia el comedor que les tengo una sorpresa!

Llegamos a esa pieza donde el piso brillaba porque lo hacía lustrar con cera virgen de sus colmenas, olía a exquisita miel de abeja. La mesa era redonda de caoba, con patas de león. El mantel blanco, bordado a mano que lucía con cerezas muy rojas y hojas verdes, lo cual me daba la impresión que estaba en un huerto, me daban ganas de sacarlas y apretarlas con mis dientes para así saborearlas.

Tía Melania nos hizo esperar un rato, fue a la cocina y volvió a los diez minutos con una pesada bandeja con siete tazones humeantes de leche con chocolate que impregnó la pieza junto con el olor de membrillos y naranjas. Me gustaría encerrar todos estos perfumes en un frasco y regalarlos para Navidad.

Ella después nos trajo otra bandeja con un rico queque con pasas y nueces. ¡No queríamos más!, era una delicia y en menos de cinco minutos lo tragamos todo.

Yo pensé que algo pasaba. ¿Sería una despedida? Y adiviné, porque la estricta y bondadosa señora nos dijo que era la última clase porque se encontraba enferma y sus hijos se la llevaban a la ciudad. Nos pusimos muy tristes y empezamos a llorar, las lágrimas rodaban por nuestras mejillas y caían en los tazones como gotas de lluvia. A pesar de que la tía Melania era parca, estricta y mandona, sentíamos un gran cariño por ella y la íbamos a extrañar mucho.

Ya eran como las seis de la tarde y teníamos que retornar a casa. La despedida fue emocionante, con besos y abrazos, a la vez estábamos satisfechas porque estábamos preparadas para la primera comunión de fin de año.

Llegué a casa y el perfume a lavanda de la señora Melania lo tenía impregnado en mi pelo y en mi blusa. Así pasó mucho tiempo y seguí sintiendo ese exquisito olor a naranja, chocolate y membrillo de esa casa maravillosa que era de la perfumada catequista donde pasé momentos muy agradables en mi niñez.



Amor de madre

Fresia Colil Coñopán caminaba en el bosque chocando con arbustos y enredaderas, las que le agarraban el cuerpo. Su cabellera negra estaba cubierta de hojas y semillas, una culebra le rozó los pies descalzos, mientras que el cuchicheo de un búho la hizo temblar de miedo. Sus pasos se apresuraron y resbalaron en el barro ensuciándose su desteñido vestido. No encontraba ningún camino. En su desesperación gritaba: “¡Rosa Hualquivil, dónde estás, te necesito!” Y así continuó gritando y pareciera que la luna llena la hubiese escuchado ya que salió del cerro e iluminó todo el valle.

Llegó cansada a la ruca de la machi Rosa, donde dormía plácidamente y la despertó gritando ahora más fuerte.

_ ¿Qué quieres?, no es hora de venir, no atiendo de noche.

_ Es urgente machi Rosa, mi guagua está mal y sólo tú puedes salvarla.

_ Si es así no me queda otra cosa_ le contestó la gorda mujer estirando su gran esqueleto con los brazos en alto. Se colocó su nitrohue y trapicucha, tomó su negro chamal, llenó un pequeño saco con seleccionadas hierbas y partieron rumbo a la choza de la criatura enferma.

Por fin llegaron y la guagua no lloraba, sólo gemía y estaba ardiendo en fiebre, estaba al cuidado de una amiga, María Melinao, la cual dentro de la ruca había hecho una gran fogata donde el humo no dejaba respirar. Un tacho con agua hervía y el vapor se expandía por todos lados.

En las desgastadas murallas de barro colgaban grandes tiras de ajos, ají, cebollas; en un rincón había un saco con piñones donde un flacuchento gato jugaba con ellos. En el otro extremo un desnutrido perro negro se rascaba las orejas y la cola, encima de una cama desecha, seguramente lleno de pulgas y garrapatas.

A la María en ese momento se le ocurrió barrer y levantaba el polvo a destajo y la guagua estaba casi ahogada.

La única puerta de palos casi podridos estaba entreabierta.

Lo primero que hizo la machi fue preguntar: ¿Dónde está tu marido?

_ No lo sé, sólo supe que fue a ver un partido de chueca y seguramente se está emborrachando con chicha de manzanas; a él no le interesa el niño, porque sabe que no es suyo y no está para alimentar huachos. Eso me lo repite siempre.

_ Menos mal que no está, yo no estoy para aguantar borrachos viejos y sobre todo mañosos_ dijo la machi mientras se encaminaba hacia el niño enfermo. _ A ver niñito, lo primero que tenemos que hacer es sacarte de esta pocilga hedionda y tomaremos aire puro_ lo sacó del canasto hacia fuera y lo depositó delicadamente en el suelo, colocó en su frente rodajas de papas crudas y le hizo un brebaje con un combinado de natre, palqui y otras hierbas.

_ Lo cuidarás aquí por un buen rato y después lo regresarás a tu ruca, sin animales, sin ajos, cebollas y ajíes_ ordenó a la madre.

_ Gracias, machi, ¿cuánto le debo?

_ Solamente dos gallinas de esas que tienes.

Y así Fresia Colil se quedó acostada de espaldas a la tierra al lado de su hijo quien ya poco a poco volvió a respirar bien y la fiebre iba desapareciendo lentamente.

Al cabo de un rato sintió que llegaba su marido que gritaba:

_ ¡Dónde estás maldita con tu bastardo!, ¿por qué no tienes prendido el fuego? y qué hiciste con mis animales, sabes de más que ellos calientan mi cama, seguramente andas a la siga del padre de la cría. ¿Creís que no sé que es uno de esos que manda en la tribu?, por muy jefe que sea se las va a ver conmigo.

Mientras tanto Fresia Colil se escondía y arrastraba con su hijo a cuestas bajo las espigas de trigo.

Estaba amaneciendo y llegaron por milagro a una ruca desocupada, solamente había un jarro de greda y un par de lagartijas verdes que escaparon rápidamente. Con su chamal le hizo un colchón a su guagua la cual dormía plácidamente y partió con el jarro al arroyo a buscar agua fresca y frutos silvestres. Al regresar se quedó totalmente paralizada, su niño no estaba. Se imaginó que algún puma hambriento se lo había llevado o un par de buitres cargarían con él. Se mojó la cabeza con la helada agua del jarrón y al depositarlo en el suelo vio una pulsera de cuero, sí… ella la conocía, era de su amado Nahuel y estaba delicadamente hecha con dibujos de ciervos, él mismo se la había fabricado. Se sentó en el suelo y sonreía, la alegría no le cabía en el pecho y recordó que aquel robusto joven que conoció desde niño, le dijo que algún día buscaría a su hijo para adorarlo y hacerlo guerrero, además le tendría tres mamitas para que lo cuidaran.

Su pensamiento la llevó más lejos y recordó que su padre Ismael Colil la cambió a un amigo suyo por cinco vacas y un pedazo de terreno, el viejo se la raptó sin considerar que ella era casi una niña.

¡Pero ahora por fin estaba feliz!, sabía que su hijo estaría bien y simplemente le diría a su esposo que el niño había fallecido. Pero dentro de su dicha una gran pena la envolvió, a lo mejor no lo vería nunca más y el amor de madre y los cuidados que quería darle se fugarían para siempre.

Volvió a su hogar cabizbaja y agotada. El viejo roncaba en su estera, con los pobres y mugrientos animales y en una de sus manos portaba una correa, seguramente la esperaba para azotarla ya que lo hacía continuamente.

En silencio, Fresia Colil se recostó en su destartalada cama y tuvo un sueño espectacular: Vio a su hijo grande abrazado a su padre, era igual a él, su misma sonrisa y bellos y achinados ojos negros, lucían hermosos atuendos mapuches que cubrían con ponchos negros con adornos en zig-zag blancos, chalas de cuero y en su frente un ancho cintillo de lana tejido a telar. El padre le regalaba a su hijo las armas de guerra, como flechas o boleadoras, y lo bautizaba con el nombre de Lautaro y lo nombraba cacique. Hacían un gran machitún y las mujeres lo golpeaban suavemente con ramos de canelo. Danzaban al compás de las trutrucas y tambores, también se hacía un gran partido de chueca donde Lautaro jugaba y mostraba sus grandes cualidades deportivas, vestido ahora de chiripá. Había mucha carne asada acompañada con papas y chicha. Al terminar la fiesta, tres mujeres con sus chamales negros y hermosos trailongos se iban con su hijo y también con el padre a su inmensa ruca que estaba escondida en el cerro junto al bosque donde los copihues rojos se enredaban en las milenarias araucarias.

Fresia Colil despertó con un latigazo que le dio su viejo marido, pero en ese momento no sintió dolor alguno porque estaba totalmente concentrada en su hijo ya que en su sueño lo vio crecer, lo vio feliz con su padre, ya no le importaban sus sufrimientos, sólo le gustaría trasmitirle a su hijo por medio del viento o por los rayos del sol el amor de madre que le dio siempre, y estaba convencida de que algún día Lautaro la buscaría y la llenaría de felicidad.



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Tareas

Estimados integrantes de La Mampara, necesito que cada uno de ustedes me haga llegar: 1.- El nombre de su cantante favorito y ojalá la canción que de él más les guste. 2.- Un texto que sirva de prólogo para su libro personal, texto que sirva como presentación para cada una de sus obras. A la espera de sus trabajos, me despido y apago la luz por hoy. La señorita profesora, María Alicia